Acompañamiento en relación con la muerte (final de vida, experiencias cercanas a la muerte) y duelo

¿Has perdido recientemente o hace tiempo a un ser querido y sientes que no terminas de asimilar la pérdida? 
¿Padeces alguna enfermedad o condición que te hace plantearte la forma de afrontar la muerte? 
¿Has tenido en algún momento una experiencia cercana a la muerte (ECM) y te cuesta integrar dicha vivencia y sobrellevar la vida en esta dimensión más terrenal?

 

¿Qué ofrezco en el acompañamiento en relación con la muerte y el duelo?

Ofrezco la posibilidad de realizar sesiones individuales presenciales en sala o en domicilio en Madrid ciudad, también online, para promover un estado de mayor conciencia, salud y bienestar, facilitando un mayor afrontamiento de la experiencia vital por la que se está atravesando (últimos días, ECM, duelo).

Además de la expresión verbal, se ofrecen diferentes recursos para facilitar la integración de experiencias vitales: musicoterapia, EMDR, Brainspotting, tapping, hipnosis ericksoniana.

La duración es de aproximadamente 2 horas.

Esta labor de acompañamiento no se considera un proceso de terapia, y no sustituye la necesidad de tratamiento psicológico o psiquiátrico por parte de profesionales de la salud.

¿Cómo se afronta la muerte en nuestra sociedad?

Vivimos en una sociedad que da la espalda a la muerte. Preferimos evitarla, y eso implica rehuir de acompañar a nuestros seres queridos en sus últimos días, o mantener una actitud de «lucha» cuando el fin se acerca en el caso de padecer alguna enfermedad para la que ya no hay cura. El desarrollo de los Cuidados Paliativos ha ayudado a incrementar la visibilidad y conciencia sobre esta etapa tan importante, y ha facilitado un cambio de mirada por parte de los profesionales de la salud.

Por otra parte, las experiencias cercanas a la muerte (ECM) son grandes desconocidas para la población general y también para los profesionales sanitarios. Se trata de aquellas vivencias en las que se ha producido la muerte clínica temporal y reversible ante algún accidente o proceso patológico y la persona se ha recuperado y sobrevivido finalmente. En ese periodo de tiempo, puede existir un grado de conciencia con una lucidez importante. No obstante, gran parte de las personas afectadas encuentran dificultad para regresar a su vida diaria, con problemas para integrar la trascendencia de lo vivido en los parámetros habituales de la sociedad.

De una forma sencilla, podemos decir que el duelo es el proceso normal que se sigue tras la pérdida de un ser querido. Este proceso implica una asimilación a muy distintos niveles de la pérdida, el replanteamiento de nuestros vínculos, de nuestra forma de relacionarnos, del significado de la relación con la persona desaparecida, en cierto modo, de nuestra propia identidad.

Es necesario tiempo, un proceso activo de toma de conciencia que cada persona lleva a cabo a su forma y ritmo para llegar a situarse ante el mundo de un nuevo modo, seguramente más auténtico y conectado con la verdadera esencia y sentido de su ser.

Pero no siempre es así. Una parte de las personas en situación de duelo pueden llegar a experimentar lo que se denomina duelo complicado. Se producen bloqueos en ese camino de cierre de la herida abierta a nivel interno, y la persona no puede continuar de forma normal con su vida, e incluso pueden aparecer problemas importantes a nivel físico, emocional y mental.

¿Por qué me dedico a acompañar en relación con la muerte?

Hace 30 años viví la pérdida de una de mis sobrinas, en aquel momento, de 19 meses, acompañando a sus padres en el momento de la partida. Padecía una enfermedad neurológica de base genética, una atrofia muscular espinal. Fue diagnosticada con 8 meses tras comprobar que su desarrollo motor no era el más adecuado, y durante el año siguiente, acudió a fisioterapia de forma continuada, con el fin de fortalecer su musculatura, especialmente, la respiratoria, pues la causa más frecuente de muerte en aquel momento ante esta enfermedad eran las infecciones respiratorias, como la neumonía.

Precisamente en diciembre de aquel año, 1993, la niña comenzó con síntomas leves que aconsejaron su ingreso en hospital de forma preventiva. La sorpresa fue que, de un día para otro, los profesionales nos hablaron de que la situación era muy grave, e incluso comentaron que nos hiciéramos a la idea de que podía suceder lo peor. El shock fue importante para todos. La falta de tacto por parte de los profesionales médicos fue constante en ese proceso de pocos días en que se produjo tal deterioro de la pequeña, que finalmente falleció.

Con la perspectiva del tiempo, creo que fue la experiencia vital más traumática que he vivido. Mi incapacidad de asimilar lo sucedido me llevó a acumular una rabia de forma mantenida durante más de 20 años. Sentía ira hacia la propia situación, hacia los profesionales, … En cierto modo, hacia mí mismo, pues yo pertenecía ya a ese ámbito profesional, ya que estaba finalizando mi formación en odontología. Reconozco que esa ira me ofreció la oportunidad de sentir una mayor fuerza para luchar por lo que consideraba que era más justo, y fue un motor importante en mi vida.

Al año siguiente de la muerte de mi sobrina, comencé a formarme en Genética Clínica, como una forma de aportar algo, ya fuera desde la investigación, ya fuera desde la atención a familias que estuvieran en una situación similar con su hijo. Tiempo después, siendo ya dentista, reorienté mi labor hacia la atención de personas en riesgo de exclusión social. En cierto modo, buscaba “víctimas” a las que defender. Ahora puedo ver que seguía “luchando”, que me mantenía en esa ira de forma crónica, sin permitir que la herida pudiera cerrarse.

Fue alrededor de 2007 cuando descubrí el libro “Lágrimas de vida”, escrito por Susana Herrera, en el que relata su experiencia de pérdida de su primer hijo, con pocos meses de vida. en un accidente de tráfico. Su lectura provocó un “clic” para replantearme el sentido de la muerte.

Unos años después, en 1996, justo unas semanas después de que mi padre sufriera un ictus, mi abuela paterna sufrió una caída que le conllevó una fractura de cadera. Es la abuela con la que tuve más contacto, y ahí tenía ya 95 años. Si bien le realizaron una cirugía y evolucionó de forma adecuada, fue trasladada para su recuperación a un centro sanitario de media estancia en el que fue experimentando un deterioro progresivo.

Reconozco que visité poco a mi abuela durante esos meses, algo que viví posteriormente con culpa durante un tiempo. Al comienzo del otoño de ese año tuvo en empeoramiento importante. En una visita que le hice el domingo, 6 de octubre, al mediodía, me quedé un momento a solas con ella y, con mucha calma, partió mientras sujetaba su mano. Fue algo que me sorprendió, pero que rápidamente lo recibí como un gran regalo de ella. En los últimos años he realizado un proceso consciente de acercamiento a lo que significó su figura en mi infancia y adolescencia.

En 1996, mi padre sufrió un ictus que le dejó paralizado su lado izquierdo. Ante esta situación, tuvo una motivación continua por salir adelante, recuperar movilidad, ser lo más autónomo posible, y lo consiguió. Pero en el verano de 2009, su cuerpo empezaba a estar agotado. Su lado derecho, ya sobrecargado por el sobreesfuerzo de todos esos años, comenzó a fallarle en ocasiones, y en cierto modo, él intuía que se acercaba el fin de una etapa. Recuerdo que tuvimos un choque ante su negativa a comenzar rehabilitación de nuevo, y que al día siguiente, nos reconciliamos, y él, llorando, me reconoció que no quería volver a pasar por lo mismo que hacía años, que solo le pedía a Dios que si le volvía a repetir otro ictus, se lo llevara. Nos fundimos en un abrazo. Y justo al día siguiente, después de comer, comenzó a sentirse indispuesto, y se dio aquello que, de una u otra forma, podíamos estar intuyendo: un segundo ictus, que le mantuvo en coma durante dos semanas hasta que falleció.

Ese tiempo nos permitió a cada uno hacer nuestra despedida según pudimos. Intuía que era yo con quien iba a irse, y así fue. Tras una noche tranquila, en la que me llevé el libro de Susana Herrera y le leí algunos párrafos, al amanecer, un 4 de agosto, dejó de respirar de forma tranquila. Fue una sensación de inmensa tristeza, a la vez que de inmensa fortuna por haberle podido acompañar en ese momento. Lo que vino después, sin embargo, fue un largo camino en el que se fue viniendo abajo la imagen que había tenido de él y también de mi madre. Replantear los vínculos más primarios lleva a cuestionarse la propia identidad, el propio sentido.

Durante los años siguientes, un proceso de duelo largo pero sereno fue dando paso a una toma de conciencia sobre mi propia experiencia de vida, sobre todo, en mi infancia y adolescencia, a resituar a mi padre en esa experiencia, y a replantear el significado más profundo de mi madre. Me di cuenta de que mi imagen más idílica de ella se me derrumbaba, y que de nuevo afloraba en mí la ira, que ahora veo que era necesaria para poder expresar, soltar y llegar a un punto de comprensión que me permitiera sentir el amor por ella más allá de la historia compartida. Y perdonarla a ella suponía realmente perdonar al mundo, y sobre todo, a mí mismo.

 

Mi madre perdió sus ganas de vivir desde que mi padre se fue. Fueron siete años duros, en el sentido de acompañar su propio duelo mezclado con el mío, confrontando situaciones vividas que crearon muchos momentos de incomprensión mutua, para llegar, en su último año, a una etapa de apertura, de aceptación, de verdadero amor incondicional. Ese último año fue especialmente intenso emocionalmente, de mucha conciencia, compartiendo desde el corazón diversos aspectos de su vida que me ayudaron a seguir abriendo mi corazón, y hablando sin tapujos, palabra muy usada en mi familia, de su muerte.

A comienzos de noviembre de ese año, 2016, de la noche a la mañana, ella comenzó a sentirse mal. Un mes de deterioros y mejorías que, realmente, nos sumieron en la incertidumbre y la esperanza, aunque de fondo, sabíamos que podía ser su última aventura en estos mundos. Y así fue. De forma tranquila, también al amanecer, el 2 de diciembre partió sin avisarnos. Esta vez no pude acompañarla. Creo que no me correspondía.

Todas estas experiencias de acompañamiento en el momento del tránsito hacia la muerte me han hecho familiarizarme con la vivencia desde un lugar de luz, y han ido abriendo mi percepción hacia la posibilidad de comunicación con los seres que están «al otro lado». He ido adentrándome en el mundo de la mediumnidad, de la percepción extrasensorial y la intuición, desde una mentalidad abierta, y he vivido experiencias que han sido impactantes y reveladoras para mí.

 

A través de Intangible Lab y el médium Sebastián Lía, he ido profundizando en estas posibilidades, que me ayudan a vivir con más serenidad y confirmar la necesidad de mostrarnos humildes ante todo aquello que aún no conocemos y que la ciencia no acaba de explicar. Si bien no siento que mi misión sea la de hacer de médium, sí es cierto que estas percepciones me ayudan a situarme desde una mirada más amplia cuando acompaño en relación con la muerte.