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Hoy es un día importante para mí. Cumplo 47 años. Y aquí estoy, conmigo mismo, frente a una pantalla haciéndome el mejor regalo que podría recibir en este momento: darme el tiempo y el espacio para reconocerme, para verme, escucharme, quererme, y conectar con lo más profundo de mi ser. Y en esa profundidad surge ya desde hace tiempo una gratitud inmensa: hacia la vida, y hacia cada ser que, de una u otra forma, ha contribuido a que en este momento, yo pueda existir. Siento una profunda necesidad de honrar a cada miembro de este linaje familiar al que pertenezco y que me precedió en el caminar por este mundo. Y hacerlo de una forma pública, desde la luz, desde la individualidad de cada uno para lograr integrar todas las huellas que siento en mí, más allá de su color, que me permiten respirar y sentir, más que nunca, la alegría de estar vivo.
Mi relación con el tiempo: dando voz a la memoria
Desde muy niño, siempre sentí una relación muy especial con el tiempo. Mis recuerdos se remontan a cuando tenía tres años y pico, y desde ahí, algo que me ha caracterizado es tener una gran conciencia de la cronología, de cuándo sucedían las cosas, de las circunstancias que rodeaban los hechos, de crear una secuencia temporal, de buscar una conexión entre todo lo que nos acontece, de mirar atrás, más allá de mi propio tiempo, y conocer otras formas anteriores de estar en el mundo. Siempre me sentí cómplice de la memoria. Me encantaba que me contaran historias de vida, anécdotas de otras épocas, formas de estar, modos de vivir. Disfrutaba viendo las películas en blanco y negro de los años treinta y cuarenta del siglo pasado que reponían continuamente en televisión. Había algo que me conectaba de forma profunda con el pasado, con una familiaridad que me hacía, realmente, trascender mi propio tiempo.
Fue cuando tenía unos 7 años que emitieron por primera vez en televisión la serie de dibujos animados “Érase una vez el hombre”. Recuerdo que me fascinó enormemente, y comencé a coleccionar cromos de los capítulos y los pegaba en un álbum. Me fui aprendiendo todos los textos de los cromos, y lo viví como una inmersión divertida en la historia, en comprender el devenir del tiempo, la trascendencia de nuestro paso por este planeta y las huellas que dejamos. Fue como haber construido un marco sobre el que esa memoria que me inundaba podía comenzar a poner hitos que me ayudaran a comprender y profundizar aún más en lo que significaba el tiempo, y más allá de él, cómo todos los tiempos realmente suceden en el presente, al observar las huellas del pasado a través de cada uno de nosotros.
Escuchando historias familiares, y llegando a las raíces del árbol
Siempre estuve abierto a recoger las historias que tanto mi padre como mi madre contaban de sus familias. Sin embargo, de una u otra forma, siempre me he sentido más conectado con mi linaje paterno. Esa conexión no es racional, es muy visceral e intuitiva. Es cierto que mi nombre no lo decidieron mis padres, sino mis abuelos paternos, y fue por mi bisabuelo Juan Manuel, un hombre desconocido, del que con el paso del tiempo conocí más de su historia. Y fue mi primo Luis, que pasó su adolescencia con mis abuelos, quien se convirtió en receptor de las historias familiares que mi abuelo paterno (también, Luis) iba depositando en él, y ya en las reuniones familiares navideñas, nos contaba a todos para dejarnos fascinados con esos antepasados que no conocimos y que tanto carácter parecían haber tenido.
Mi primo siempre hablaba de la devoción que mi abuelo sentía por su abuela, Juana Pepa, que le crió al haber fallecido muy pronto su madre (mi bisabuela Victoriana). Juana Pepa vivió en la segunda mitad del siglo XIX y falleció en los primeros años del XX. Fue madre soltera en un pueblo de Jaén, Santo Tomé, cerca de la sierra de Cazorla, y una mujer muy culta e instruida, que escribía poemas en aquel entonces. Esa capacidad la heredó mi abuelo Luis, al que conocí, y falleció cuando yo tenía 13 años. Luis era capaz de hilar un discurso sobre la marcha, con una retórica que dejaba a todos con la boca abierta. Si bien en el pueblo no pudo estudiar y trabajaba como mozo de cuadras antes de venir a Madrid, tenía mucha cultura gracias a la lectura, y parece que, antes de la Guerra Civil, estuvo implicado en temas políticos, que de una u otra forma marcaron a toda la familia y condicionó que, al finalizar la Guerra, todos tuvieran que salir del pueblo y buscarse la vida en Madrid.
Con todos estos datos, hace unos cinco años me lancé a construir el árbol genealógico de la familia de mi padre, hasta donde los registros históricos lo permitieran. Un año después, lo hice también con la familia de mi madre. Para ello, contacté con una empresa que se dedica a esto, y que me facilitó mucho el proceso. Dando algunos datos de las últimas generaciones, ya era posible tirar del hilo a través de registro civil y archivos parroquiales e ir reconstruyendo una parte de sus vidas a partir de certificados de nacimiento y defunción, así como actas de matrimonio. Toda esta investigación me ha permitido ir dando luz a estos ancestros que siento tan dentro de mí, y que iluminan mi camino.
Hablando con los ancestros
La investigación de mi familia paterna estuvo muy condicionada por la desaparición de gran parte de los archivos parroquiales acaecida por la quema de recintos religiosos durante la Guerra Civil en Andalucía. Algo diferente fue en el caso de mi madre, cuya familia procedía de la provincia de Ávila, y en la que la conservación había sido mayor. No obstante, en el caso de mi linaje paterno, pude llegar hasta comienzos del siglo XIX, que correspondía con el nacimiento de los abuelos de mi tatarabuela Juana Pepa Morillo Olivas (descubrir este segundo apellido me fascinó, pues me siento totalmente conectado con el olivo, que es mi árbol guía). En esta indagación, descubrí que Juana Pepa había tenido dos hijos, Juan Manuel (mi bisabuelo) y Remedios, de la que nunca había sabido nada. Ambos recibieron el apellido materno, al ser madre soltera. No se sabe si el padre fue el mismo en ambos casos, y las circunstancias de sus embarazos: ¿fueron deseados?, ¿fueron fruto de una relación de amor, o bien de algún abuso? Muchas dudas han ido acechando en mi mente en estos años, que difícilmente pueden tener respuesta. Lo que sí parece claro es que ella fue una mujer decidida, sensible, amable y por la que siento un profundo agradecimiento, pues me vivo como heredero de unas capacidades de expresión verbal que ella ya mostraba y que, en generaciones sucesivas, ha seguido brotando (su nieto Luis, es decir, mi abuelo, y luego mi primo Luis, y mis hermanos, donde me incluyo). Juana Pepa murió en 1908 de una disentería crónica, algo muy común en aquella época, con 68 años.
Su hijo, Juan Manuel Morillo, heredó el apellido de su madre. Este hecho me fascina, pues me siento receptor de un apellido con una gran carga femenina, que ha sido transmitido luego a través de los hombres de la familia. Juan Manuel enviudó dos veces. De su segunda mujer, Victoriana, tuvo cuatro hijos, pero solo sobrevivieron dos: mi abuelo Luis, y su hermana Aurelia. El significado del “2” en este linaje es profundo e irá desplegándose en las siguientes generaciones. Juan Manuel, a decir por las palabras de mi abuela Magdalena (madre de mi padre), era un hombre huraño, cerrado, se dedicaba a las labores del campo. A medida que he intentado conectar con él, me ha llegado una gran frustración, imagino que derivada de ser hijo de madre soltera en aquella época (tanto por la posible discriminación, como por la ausencia de la figura de un padre), de su viudez, y quién sabe más. Juan Manuel falleció en noviembre de 1937 de muerte natural, en plena Guerra Civil, con cerca de 72 años.
Pero el descubrimiento que más me perturbó, y que aún me cuesta colocar en un lugar sereno, es el hecho de que mis abuelos tuvieron un primer hijo que, presuntamente falleció en los primeros meses de vida, y que era el hermano mayor de mi padre. Este ha sido uno de los grandes secretos familiares, junto a la soltería de mi tatarabuela. Este tío mío también se llamaba Juan Manuel. Es decir, soy el tercero con este nombre, y hasta cierto punto el que está recogiendo la energía de todos los demás para intentar transformarla en luz.
Mi tío Juan Manuel nació en 1921, es decir, tendría ahora unos 97 años. Me llega que fue muy querido por mi bisabuelo, que fue testigo en su certificado de nacimiento. Sin embargo, me fue imposible encontrar su acta de defunción. Teniendo en cuenta que su padre, mi abuelo Luis, era muy meticuloso en temas de documentación, me asalta la gran duda de qué sucedió. No murió al nacer sino varios meses después, es decir, era obligatorio registrar esa muerte. Mi abuela Magdalena, su madre, al hablar de su propia historia, mencionaba a un tío suyo que era de los “ricos” de la zona, casado con la tía Mariana (“que Dios la tenga donde se merezca”, según mi abuela). Al parecer no podían tener hijos. Mi abuela era su sirvienta, y mi abuelo, su mozo de cuadras. En cierto modo, creo que mi abuela se quedó embarazada, y ese matrimonio fue algo forzado. La relación que vi entre mis abuelos durante mi infancia siempre fue muy tensa, especialmente con mucho resentimiento por parte de ella. Al descubrir que no estaba registrada la defunción de este primer hijo, me llegó la duda de si murió realmente, o sucedió algo más oscuro.
Antes hablaba del “2”. En cada generación de mi linaje paterno desde Juana Pepa, siempre ha habido dos descendientes que han sobrevivido, de ambos sexos. Y la excepción fue mi padre. No sé qué mensaje profundo llevaba él en sus entrañas, pero intuyo una necesidad inmensa de perpetuarse, quizá de dejar la huella del apellido, no sé. Mi madre siempre decía que, si hubiera sido por él, habría tenido un equipo de fútbol. Al final, hubo cinco embarazos, pero con una pérdida gestacional (mi hermana Susana, no nacida), y nos quedamos cuatro hermanos. Tanto mi hermana como yo, los pequeños, siempre hemos tenido la sensación de estar algo fuera de este mundo, como de no sentir que tenemos nuestro propio espacio. Más allá de las propias circunstancias vividas, que por supuesto han contribuido a alimentar esta sensación, no sé si el haber roto el patrón familiar también ha tenido su peso en ello.
Y llegó Coco, y el reconocimiento y amor por la herencia recibida
El año pasado, justo cuando se cumplía un año de la muerte de mi madre, me decidí a ir al cine y ver la película Coco. Fue una experiencia muy profunda e intensa, pues más allá de tratarse de una película de dibujos animados, y abordar la tradición mexicana del Día de Muertos, implicaba adentrarse en cómo sentimos y nos conectamos, consciente o inconscientemente, con los patrones familiares, nuestras fidelidades y limitaciones. Y cómo al final podemos transformar toda esa herencia recibida desde el reconocimiento y el amor.
Precisamente que en esta escena sea la música la llave necesaria para reconectar con esa herencia me toca especialmente, pues es lo que la vida ha puesto en mi camino: acompañar la vida de otros, y tomar conciencia de la mía propia, a través del significado de la música en nuestras trayectorias de vida.
Y más allá del árbol, ¿de dónde vengo?
He hablado del peso de la historia en mi vida, pero otra disciplina que también ha tenido un significado muy simbólico en mi camino ha sido la genética. Durante algunos años me dediqué a investigar la susceptibilidad a las enfermedades de la boca, me formé en genética clínica tras la muerte de una de mis sobrinas (Carlota, cuya marcha cumplirá en diciembre próximo 25 años), y en mí anidó la idea de que dominando esta rama de la biología, podríamos vivir mejor. El tiempo me ha ido alejando de esta idea, pues cada día siento más el peso de nuestras huellas de vida, más que el de las predisposiciones biológicas. Creo que intentamos “biologizar” nuestra existencia para eludir la responsabilidad de lo que sentimos y de cómo actuamos. Y así, “medicalizarla” y “farmacologizarla” para buscar soluciones que nos vengan de fuera, de forma fría y sin entrar en nosotros mismos.
Pero como todo tiene sus luces y sombras, esa investigación genética ha traído información sobre nuestros orígenes y evolución como especie. Y así, es posible conocer de qué etnias o grupos humanos tenemos huellas en nuestro material genético. Sin buscarlo, hace unos meses me llegó la publicidad de un servicio que permitía conocer el origen del propio ADN a partir de células de la mucosa de la mejilla. Me lancé a ello. ¿Y qué ocurrió?
Los resultados del análisis de mi ADN indicaban que un 64% era propiamente de la Península Ibérica, un 14,5% tenía origen irlandés/ escocés/ galés, un 13,6% italiano, un 7% norteafricano, y un 0,9% nigeriano. ¡¡¡Madre mía!!! ¿De dónde soy realmente? O mejor dicho, ¿somos realmente de algún sitio? ¿O sencillamente somos frutos del mundo? Todos llevamos todos los ancestros y todas las tierras dentro de nosotros. Cada uno en su proporción. Y ¿tiene sentido aferrarnos tanto a nuestros orígenes? Reconozco que, para mí, honrar a mis ancestros me está dando la libertad de comprenderme mejor, y de soltar la historia. Y eso me hace sentirme menos apegado, pero profundamente agradecido a la vez.
¿Y ahora qué? Sobre mi descendencia
Llegados a este punto, ¿cómo me veo dentro del linaje? La verdad es que desde niño tuve la sensación de que no tendría hijos, era como que no me correspondía. Más que mirar adelante, miraba atrás. Fue surgiendo la creencia de que me tocaba reconocer a cada miembro de ese linaje, dejármelo sentir, honrarlo, amarlo y sanar, de alguna forma, el árbol. En este punto de mi vida, siento que es una labor avanzada, y que me puedo permitir mirar el futuro, hacia mi propia rama, más allá de las raíces. Y reconozco que me veo mayor para la paternidad. Mi padre me tuvo con 45 años, y mi percepción es de sentirme “hijo bastón” en muchos momentos. Y es algo que no querría para mis hijos. Imagino que trabajar con bebés y niños está supliendo ese instinto paternal que siempre tuve. Y aprender a situarme ahí sin proyectar carencias ha sido un gran aprendizaje y reto vital.
¿Qué legado recojo y dejo? En cierto modo, mis padres hicieron un gran sacrificio en su vida para salir adelante y permitirnos vivir sin apreturas, y también sin excesos. Quizá no me dieron todo el apoyo afectivo que hubiera necesitado (lo hicieron de la mejor forma que supieron con lo que habían recibido de sus padres), pero ahora, tras su fallecimiento, voy abriéndome a acoger ese apoyo material que me dejaron y que tanta culpa me ha hecho sentir durante toda la vida, y sobre todo, los últimos años. Tomar conciencia de cómo puedo abrirme a recibir, cómo puedo transformarlo para que mi esencia más pura pueda seguir brotando y, en cierto modo, permitir que ese legado creativo que se ha transmitido desde mi tatarabuela Juana Pepa pueda expresarse y mostrarse al mundo a través de mí, está siendo un profundo ejercicio de perdón, humildad, luz y amor. Quizá no me corresponda crear nueva vida biológica, pero quizá sí nueva vida interior, la mía propia, y dejar que al salir, quizá resuenen otras vidas, otros mundos interiores que permitan que veamos este mundo con otra luz, desde otra mirada.
Gracias a cada raíz de mi árbol, a cada ser que habita en mí con su huella, gracias a cada rama que la vida me ha permitido dejar brotar, gracias a esos otros árboles que me han rodeado, y a cada ramita que me ha permitido verme a través de sus caricias, sus distancias, y sobre todo, de sus reflejos, al hacer de espejo de aquello que aún me cuesta reconocer en mí.
Gran aprendizaje
Muchas gracias, Carmen. Un abrazo
Hermoso. Gracias.
Muchas gracias a ti.
Muchas gracias por compartir tan hermosa experiencia familiar
Muchas gracias por leer la entrada y por tu comentario, Carlos.