Hoy tengo una gran necesidad de compartir esta reflexión. Reconozco que me siento viviendo un gran torbellino emocional desde hace unos meses, que no es más que una amplificación de un conflicto interior que he experimentado desde que tengo uso de razón. Todo ello tiene que ver con cómo me vivo como hombre, con cómo veo a los demás hombres, y con la sensación profunda de vacío que siento respecto a cómo los hombres tendemos a situarnos en la vida, en cuanto a nuestra relación con los demás.
Compartir cuál ha sido mi proceso de estallido interior en los últimos meses, plasmarlo en secuencias y palabras, decirlo en voz alta y exponerme, lo vivo como una necesidad en este momento de mi vida, no tanto como forma de reconocimiento por parte de los demás (que también), sino como forma de verme y escucharme a mí mismo, dejarme sentir mis propias creencias, juicios, miedos, vergüenzas, culpas … para así dejarlas al aire y a la luz para que adquieran nueva dimensión, ya sea para su transformación, evolución o incluso disolución. Parto siempre de que soy mi mayor juez, así que ante eso, solo puedo abrirme desde la humildad y gratitud a recibir lo que los demás deseen aportar.
Los antecedentes
Fue hace algo más de dos años y medio cuando me lancé a abrirme y exponer cómo me vivía como hombre hasta aquel momento en mi audioblog (“Desnudando al hombre que habita mi ser”). Al igual que en esta ocasión, lo sentía como una deuda ante mí, como una necesidad de exposición a la luz más allá de las repercusiones que tendría por parte de los demás. Interiormente, me sentí como si hubiera descargado una gran losa. Respecto a los demás, recibí comprensión y sobre todo, normalidad. Es decir, no pasó nada extraordinario. Esa fue la mayor enseñanza. El drama está dentro, es solo una fantasía de nuestra mente; en este caso, mi mente. Tal como esperaba, recibí algún comentario quizá más estrecho en el sentido de continuar esa tendencia humana a etiquetarlo todo y así desnaturalizar la vivencia (en concreto, “¿qué, que has salido del armario?), y reconozco que me pudo doler en aquel momento, porque no era más que el espejo de ese conflicto que aún vivía entonces en mí y mi miedo a no ser comprendido.
A fecha de hoy, mi visión respecto a lo que compartí ha ido variando. Sé que me movía aún una gran energía de resentimiento, y quizá hoy suavizaría en muchos sentidos lo que expresé. Al leerme, rezuma en aquellas palabras cierto reproche hacia lo que han representado las mujeres en mi vida, y en cierta medida también hacia los hombres. Hoy en día, siento una profunda reconciliación y agradecimiento hacia todo lo femenino, con una perspectiva integradora que no niega esos aspectos oscuros que también dejaron huella en mí, y sin embargo, siento una profunda rabia hacia lo masculino, que en cierto modo, supone tirarme piedras contra mi propio tejado. Sí, lo reconozco, me encuentro en guerra conmigo mismo.
El gatillo
Acompañar a personas me ha hecho comprender que las experiencias intensas, incluso desbordantes, son parte habitual de la vida, aunque pocas veces nos permitamos compartirlas con los demás por vergüenza, culpa, miedo a los juicios, …, quién sabe. Pero un gran aprendizaje que va asentando en mí es que más vale expresar y compartir en voz alta aquello que me atormenta para poder facilitar su asimilación e integración, o entraré en un bucle de malestar, angustia y silencio que al final termina enquistándose y lleva a somatizaciones que me hacen enfermar. Y lo pongo en primera persona, porque aunque crea que este es un mecanismo claramente humano, ya solo puedo hablar desde lo que puedo experimentar en propias carnes, y que cada cual se aplique el cuento si así lo desea y le resuena.
Pues bien, reconozco una gran vergüenza en mí ante la experiencia que voy a compartir a continuación. Desde abril, han pasado algo más de cuatro meses en los que he vivido un gran tsunami interior por todos los pilares que se han ido derrumbando dentro de mí hasta sentirme profundamente vulnerable, perdido, culpable, …, y a la vez, inmensamente más humilde que antes, más compasivo y quizá más desubicado en el discurrir de este mundo que nos rodea.
Ese gatillo que disparó este seísmo sucedió una mañana de un sábado de abril. Mañana lluviosa, iba con todos mis bártulos musicales (mi compañero violín, mi cada vez más entrañable guitarra, y ese maletón lleno de sorpresas sonoras y visuales para desplegar en una sesión con mamás y bebés) a coger un bus para ir a una sesión que tenía en un pueblo de Madrid. En la marquesina de la parada nos resguardábamos varias personas de la lluvia. Entre ellas, había un hombre joven situado justo en el otro extremo. Desde que llegué hasta que también llegó el bus y abrió la puerta para embarcar transcurrieron unos diez minutos, en los que algo me fue perturbando progresivamente. Ese hombre de la marquesina se fue moviendo, a veces se situaba fuera de ella, mojándose con la lluvia, otras volvía a su lugar original, y finalmente se situó muy cerca de mí. Me di cuenta de que siempre me miraba, y además, aunque me lo negué a mí mismo en principio, tenía sus manos acariciando su zona genital (por ser algo más “fino” describiéndolo). Me resultaba una situación violenta, pero mi mecanismo de actuación automático suele ser el de parálisis, es decir, intento ignorar, no detengo la situación y sigo adelante. Por fin monté en el bus, y me situé en la mitad trasera, cerca del espacio junto a la puerta de salida para dejar allí todos los instrumentos y poder vigilarlos. La primera hilera de asientos ya estaba ocupada, así que me puse en la segunda. Respiré al fin, con la ingenuidad de creer que ya había pasado ese episodio que viví de forma desagradable. Pero claro está, no fue así.
Ese hombre también subió al bus, y se situó detrás de mí, al otro lado del pasillo, de modo que estábamos situados en diagonal. Nadie más subió tras él, así que era la persona sentada más atrás en el bus. Podía verle de reojo, y cuál fue mi sorpresa cuando escucho su cinturón, y percibo movimientos como si se estuviera masturbando. Aquí es donde saltaron todas mis alarmas interiores. Lo que podría haber sido un episodio de indignación, enfado o de indiferencia ante lo que estaba sucediendo, se convirtió en una experiencia de mindfulness. De dejarme sentir el aquí y ahora, y madre mía lo que salió de ahí. Fueron unos 45 minutos de profunda toma de conciencia.
De buenas a primeras, surgieron muchas preguntas en mí. ¿Me levanto, me enfrento y le digo que se corte “un poco”? ¿Hago partícipes a los demás de lo que está sucediendo? ¿Qué me hace seguir estando atento de reojo a lo que ocurre? ¿Es solo enfado e indignación lo que estoy sintiendo? ¿Mi falta de actuación es fruto del miedo? ¿Estaría tan profundamente afectado si me sintiera realmente en mi centro? Todo esto, y mucho más, se mezclaba en mi mente nebulosa, mientras mi cuerpo sentía una taquicardia galopante, un calor inmenso, una contracción muscular que resonaba con la contención que me estaba autoimponiendo, sentía mis ojos inyectados de ira. Y en medio de este escenario, me llegaba siempre la misma pregunta, adaptada a cada nuevo juicio que surgía: “si te perturba, ¿qué hay de todo esto en tu propia sombra?, ¿qué hay detrás de cada juicio que te aflora?”.
Cuando me preguntaba “¿Me levanto, me enfrento y le digo que se corte “un poco”? ¿Hago partícipes a los demás de lo que está sucediendo?”, sentía en mí una profunda vergüenza de exponer ante los demás lo que estaba pasando. Por otro lado, sentía miedo de represalias por parte de este hombre. El miedo, ese compañero eterno que tanto vacío ha llenado en mi vida, y que ha hecho que no haya sabido poner límites en una infinidad de ocasiones. Ese sentimiento de inferioridad ante otros hombres que tanto me ha caracterizado, y quizá también de inferioridad ante la valentía de muchas mujeres ante la vida. Ahí me vino todo eso, y claro, perpetué mi patrón de parálisis.
Y cuando entré en las preguntas “¿Qué me hace seguir estando atento de reojo a lo que ocurre? ¿Es solo enfado e indignación lo que estoy sintiendo?” fue cuando se comenzaron a derrumbar muchas cosas en mi interior. Me sentía como un objeto ante él, me daba una inmensa ira sentirme cosificado, como en general he vivido que gran parte de los hombres tienden a ver a los demás. Pero a la vez, sentía morbo por sentirme deseado, por ser visto, aunque fuera de este modo. Reconocerme esto a mí mismo fue inmensamente triste y vergonzoso. Prefería mantener este teatro de indignación y no frenarlo porque una parte de mí, quizá de mi niño, se alimentaba de esa actitud de deseo que mostraba aquel hombre. Y de repente, llegaron muchas imágenes y recuerdos de experiencias de mi vida en que no había sabido decir “no”, en muchos sentidos, pero también en el plano íntimo. Me estaba reconociendo que prefería ser visto dejándome utilizar a poner límites y verme a mí mismo desde mis propias necesidades. Y conecté profundamente con la tristeza. Me sentí como un niño desvalido que mendiga amor. Y tomé conciencia sobre cuántas veces en la vida me he dejado “abusar” emocionalmente, sexualmente, profesionalmente, para seguir siendo visto, para seguir manteniendo ese personaje de niño bueno que aprendí a interpretar para sobrevivir en un escenario en el que era mejor pasar desapercibido.
Pero como a una parte de mi personaje vital siempre le ha encantado recrearse en el victimismo, me distancié en pleno arranque de tristeza y congoja, y surgió la pregunta … “y tú, ¿has abusado alguna vez de los demás?” Ufff, esto era demasiado fuerte, pero estaba claro que si sentía toda esa perturbación ante lo que estaba haciendo este hombre en el bus, es porque mi sombra estaba por ahí lanzando chispas. Y mi respuesta interior, sin paliativos, fue que “sí”. Me reconocí mi propia manipulación en mi relación con los demás cuando desplegaba mi potencial de complacencia y atención como medio para conseguir ser visto. Es algo que ha cambiado en los últimos años, pero vengo de ahí, y la cabra tira al monte. Pero también me reconocí que pude no pedir permiso o invadir físicamente en algunas situaciones al final de mi adolescencia y el comienzo de mi etapa adulta, siempre con otros adultos, pero siendo consciente de su situación más vulnerable, de forma sutil, pero real. Sí, doy rodeos para expresar todo esto, pues siento una profunda culpa y vergüenza. Fue algo puntual en mi vida que quedó ahí, sin olvidar pero anestesiado, pero que ahora ha resurgido como un espejo juzgador que me hace conectar con la humildad y cada vez más, con la toma de conciencia de mi aprendizaje vital con los años. Vi que no podía tirar una piedra contra este hombre del bus, porque quizá yo estaría en su piel si la vida no me hubiera permitido darme cuenta de lo que siento, y desde ahí ver también a los demás como seres, como iguales, no como instrumentos a mi servicio. Y reconozco que este aprendizaje siempre ha sido facilitado en mi vida por mujeres.
Conectar con la tristeza, con la vergüenza, con la culpa, y finalmente con la humildad y la compasión me permitió en ese viaje de bus llegar a un punto de mayor serenidad, de poder continuar el trayecto sin tanta perturbación, incluso llegando a distraerme por momentos de lo que seguía haciendo este chico. Sí, ya le nombro de forma menos fría. No podía justificar lo que hacía, pero sí comprender que cada uno venimos de donde venimos, llevamos nuestra mochila, y no puedo juzgarlo. Pero sí puedo poner mis límites, esos que tanto me cuesta manifestar. Y me di cuenta que no solo puedo ponerlos verbalmente, también mi actitud interior se manifiesta externamente y está claro que no me sentía en mi centro si todo esto sucedió y se me activaron todas las alarmas.
El viaje finalizó para ambos en la misma parada. Él se bajó antes, pues yo tenía que recoger mis instrumentos. Y seguimos caminos opuestos. La semilla del seísmo ya estaba plantada. Como había tiempo hasta mi sesión, fui a tomarme un té y serenarme, tomar distancia. Mi sesión posterior con mamás y bebés fue extraña. Aparentemente me sentía más tranquilo pero no sería eso lo que debí de proyectar. Creo que ninguno de los que estábamos allí nos sentíamos realmente allí. Qué curiosa es la vida. Yo no era el mismo. Esa tarde comencé con un episodio muy intenso de vértigos y migraña. Y dos días después, con un episodio de ciática que se prolongó un mes. De nuevo, el cuerpo hablando de aquello que nuestra mente aún no sabe cómo articular.
Compartí lo sucedido con alguna amiga y algún amigo. En general, me sentí muy comprendido, aceptado y arropado por mis amigas, resoné con las sensaciones que deben de sentir en caso de acoso, y me sentí profundamente conmovido. No me sentí juzgado, y eso me ha permitido en estos meses ir sanando hasta llegar a este día en que me atrevo a expresarme más allá de las opiniones externas. Por el contrario, con los pocos amigos con los que lo compartí, me sentí profundamente incomprendido, ya fuera porque no entendían por qué me había alterado tanto, o por qué no había puesto un límite, o por qué no había aprovechado la situación de morbo con aquel chico. Conecté entonces con una inmensa ira hacia esa tendencia que tenemos los hombres de mirarnos el ombligo y ser incapaces de meternos en piel ajena, o al menos de callarnos y sencillamente estar, acoger, acompañar desde el corazón. Pero más allá del episodio, se abrió mi herida más profunda en la vida.
Mi necesidad de referente masculino
Los niños han sido siempre mis maestros. Y en los últimos años, aquellos que me han permitido acompañarlos en su camino se han mostrado como auténticos soles para permitirme ver a mi propio niño, poder sentir las carencias que arrastro a través de lo que ellos manifiestan y desde ahí situarme de una forma mucho más consciente ante los demás, y sobre todo, ante mí mismo.
Compartir con niños varones de 3 a 6 años que venían a sesiones junto a sus madres por alguna cuestión emocional o de presunto retraso en el desarrollo (ya soy escéptico con cualquier etiqueta diagnóstica) me ha dado luz acerca de la importancia de los referentes masculinos para los niños. Se puede aprender leyendo, pero por supuesto que experimentándolo desde la observación y el dejarse sentir, sin juzgarlo, abre numerosas puertas dentro de uno hacia la comprensión de cómo nos manifestamos como hombres en el mundo. Creo que tiendo a manifestarme de forma amable, cercana, tierna, compasiva, incluso a veces demasiado poco consistente (algo que ha mejorado con los años) y en cierto modo, rompo el esquema habitual de masculinidad que aún sigue imperando. Los niños se expresan de forma muy activa, dinámica, a veces agresiva, en sus juegos, y rápidamente alternan con su necesidad de acogida y reconocimiento por parte del adulto, con esa cercanía física de un abrazo, o de preguntar y explorar por el vello de los brazos. Están en ese proceso de verse a ellos mismos a través del adulto varón que tienen frente a ellos (generalmente, el padre), y que les sirve de modelo para construir su propia identidad.
Ahí es donde se abre de par en par mi herida. El espejo de los niños y lo sucedido en el episodio que he contado anteriormente han formado un cóctel donde se ha ido mostrando más claramente en los últimos meses mi creencia profunda de falta de referentes masculinos en mi vida. Quiero a mi padre ya fallecido y a mis hermanos mayores con locura, teniendo conciencia también de todo aquello que nos ha separado y nos separa, pero reconozco que ya desde niño, nunca los admiré, ni tengo registros en la memoria de un juego auténtico, vivido con intensidad y disfrute por ambas partes, no tengo registros de ese afecto físico, no reconozco en mi niño ese instinto de exploración del otro que surge de la confianza, de la conexión emocional profunda. Y la cuestión es que ese patrón de ausencia de referente se ha ido perpetuando en mi vida.
Como exponía en mi entrada del audioblog de hace un par de años, sexualicé mi relación con los hombres para intentar conectar. Y ahora, haciendo balance, vuelvo a ser consciente de que he creado vínculos sólidos y duraderos con mujeres, tengo la sensación de continuidad, de presencia, de poder entrar en su vida y de acoger en la mía cuando lo necesitemos, desde la desnudez de los corazones, que se fragua en el compartir profundo y vivido de forma continuada (es decir, hay una línea en el tiempo de las relaciones). Y también me doy cuenta de que, en lo más profundo de mi ser, siento que no existe un hombre (da lo mismo la etiqueta de relación) con el que tenga un vínculo profundo real. Reconozco que antes sí tomaba yo mismo la iniciativa para mantener vivo lo que pensaba que era una conexión real, pero también confieso que en los últimos años quizá sea yo mismo quien proyecto dejadez, porque me siento profundamente cansado de no ser visto por mis iguales, ya no tanto a mí como ego, sino de que no nos veamos.
En estos dos años desde mi publicación en el audioblog, me he permitido asistir a un círculo de hombres, a talleres vivenciales, a tirar de webs de amistad y también de contactos para llegar a un punto en el que reconozco mucho aprendizaje y me siento muy agradecido a cada hombre con el que he compartido camino, da lo mismo la forma y la profundidad del vínculo, pero a la vez siento una inmensa tristeza porque en la mayor parte de los entornos que he explorado, percibía un gran vacío de comunicación, de necesidad de compartir, de expresión emocional y de escucha de los otros. Cuando había encuentros, todo era muy intenso. Luego, el vacío. Y esto es el espejo de lo que he sentido desde niño con respecto al mundo masculino. Un gran vacío que me hace sentirme profundamente perdido, desorientado, contrariado con mi propio sentir.
Y desde ese “no sé” en el que me encuentro, me manifiesto en este día. No quiero criticar a los hombres como tal. Sencillamente grito en voz alta que tengo la sensación de que miramos tanto nuestro ombligo, que no nos vemos en todo nuestro ser, y por supuesto, no vemos a los que nos rodean. Así que no dejamos de repetir patrones en lo más profundo de nosotros, aunque en la superficie parezca que deseamos cambiar. Es muy difícil confiar en uno mismo si no nos abrimos a confiar en los demás. Vuelvo a lo mismo. Somos espejos unos de otros. El lema de mi padre era “que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”, así que cada uno se haga una idea de dónde vengo, o mejor dicho, de dónde venimos.
Vincularme a otros hombres lo vivo como un caminar de la mano en nuestra vulnerabilidad, como un desnudarse y un permitir que el otro se desnude, como un conectar con el niño que fuimos para que salga su enfado, su tristeza, y pueda aflorar su vitalidad, su afectividad, su creatividad, el gran potencial de amor que llevamos dentro. En este momento de mi vida ni me planteo orientaciones sexuales ni relaciones de pareja cuando lo que realmente necesito es saber que existen hombres que se permiten sentir, y que se abren a ver y escuchar a los demás, a estar presentes en su propia vida y en la de los que forman parte de la suya.
Y al final de todo, siempre me llega una frase de Jodorowsky que me ha marcado profundamente: “Lo que más te hace falta en el mundo es lo que tú has venido a darle”. Me hace falta reconocerme como hombre en el espejo de otros hombres, y mientras eso llega (si tiene que llegar), me estoy permitiendo mostrarme al mundo desde esta vulnerabilidad, quizá incoherencia, no sé si inmadurez, pero sí sé que honestidad que intento ver en mí. Si algún hombre se siente reflejado y quiere compartir su sentir, aquí estaré con brazos abiertos. Y si alguna mujer ha sentido que algo le resuena en mi expresar, mi corazón estará también abierto.
Gracias a la vida, que me ha permitido dar forma, liberar, soltar y sentir … gracias a cada espejito (lo digo con todo mi amor) en el que se reflejen mis palabras …
Hola Juanma he leído tu mensaje al igual que tu historia inicial, veo que desde el sentir tienes mucho de lo que yo he encontrado, es dar orden a esa sensación de indefinición, de no saber si se es de aquí o de allá. Y más de lo que se sienta y aunque el mundo quiera etiquetarlo de alguna forma, yo he encontrado algo más profundo a trabajar, es la proyección de tu cuerpo simbólico perdida, es la búsqueda de ese hombre perfecto que se quiere llegar a ser, por eso las fijaciones en los demás hombres, simplemente se busca a sí mismo a través del otro,. Esta indefinicion es tan fuerte que pone un vacío gigante, una sensación visceral muy fuerte que quizá busca su compensación defensiva a través de la erotizacion, por eso a veces es tan confusa y compleja, pero una vez gestionada se da cuenta de que la erotizacion no es más que un pequeño pedazo de toda lo que realmente el cuerpo nos quiere decir.
Si quieres compartir más de este tema puedes escribirme, fuerte abrazo
Hola, Felipe, muchas gracias por tu comentario tan enriquecedor. Creo que coincido con tu forma de enfocarlo. Te escribo a tu correo para profundizar sobre ello. Un abrazo
Hola Juanma. No existen hombres ni mujeres. Todos somos personas. Disfruta de tus relaciones con otras personas.
Tú eres un buen hombre, pero mejor persona.
Un abrazo
Hola, Ignacio,
Muchas gracias por tus palabras y por tu afecto. Coincido contigo en que todos somos personas, más allá de todo lo demás. Como idea o creencia es estupenda. Pero para sentirla, necesito soltar lastres internos, y me lo he permitido en forma de artículo. Poner en voz alta lo que siento me permite trascenderlo. Precisamente, es lo que me hace disfrutar más intensa y auténticamente de los demás. Negar lo que siento me haría quedar anclado, como he estado muchos años de mi vida.
Creo profundamente en la bondad del ser humano. Más allá de las mochilas de cada uno, que nos condicionan hasta que comenzamos a vaciarlas, solo queda el amor.
Un abrazo fuerte
Hola Juanma. Viejo amigo. Hace más de dieciséis años que no te veo. Me parece perfecto que sueltes lastre y expreses tus sentimientos. Lo único que te quiero decir es que no necesitas referentes ni masculinos ni femeninos. Todo lo que precisas está en tu interior. Tú eres tu principal referente. Tú decides tu comportamiento y tu manera de afrontar los problemas. Equivocarse es secundario y, a menudo, necesario. Lo importante es ser auténtico y ser tú todo el tiempo y con todas las personas.
Un abrazo
Hola, Ignacio. La verdad es que nos tenemos que poner mucho al día. Demasiado tiempo sin compartir. Respecto a tu comentario, creo que nadie puede conocer realmente lo que otro necesita, pues cada uno tiene su propia experiencia de la vida. Lo máximo que podemos aportar, creo que es empatizar, acoger al otro desde donde está. Y cada día me voy dando más cuenta de lo difícil que es. Tanto ofrecer esa escucha abierta, sin juicio, como sentirla. Seguimos siendo espejos.
Un abrazo
Precioso este tu proyecto y muy interesante tu web con todas las reflexiones personales llenas de autenticidad.
Gracias Juanma por hacer ese ejercicio profundo de sinceridad y honestidad contigo y para los demás.
No te conozco, no coincidí contigo por poco en alguna sesión del círculo de hombres del Barrio del Pilar, pero me habría gustado mucho estar allí para empaparme de tu sensibilidad.
De tu escrito hay mucho positivo que sacar y que revisarse en uno mismo. Me gusta esta frase: «lo que necesito es saber que existen hombres que se permiten sentir, y que se abren a ver y escuchar a los demás, a estar presentes en su propia vida y en la de los que forman parte de la suya».
Gracias.
Hola, Jesús, muchas gracias por tu comentario. Siento que no pudiéramos coincidir el tiempo que estuve asistiendo al círculo, pero al final, de un modo u otro, hemos coincidido. Mucha luz para tu camino. Un abrazo
wauuuuuuuuuuuuuuu……!!!!!!!!!!!! Admiro y agradezco tu capacidad de «recoger » con la palabra la experiencia, de aprehenderla. Así como caigo en cuenta, no sorprendida, de cuantas vías, canales, medios y cuantas herramientas nos ofreces para contactar con la propia vivencia. GRACIAS por tu despliegue, Juanma.
Gracias a ti, Rosa, por tu mirada amplia y tu acogida de mi experiencia compartida.